DICOTOMIAS POLITICAS

El progreso recala en la economía, sociedad y culutura. Mi visión trata de dar un enfoque parcialmente progresista a un todo. Si el mundo es cambiante y dinámico hemos de progresar y caminar con él. El mayor problema de la humanidad es la desafección contínua entre el medio y el hombre. Mi dicotomía pasa por adelantarnos ¿quién rompe el equilibrio el medio o el hombre?. A partir de aquí las ideas... sin politica no hay ideas o sin ideas no hay politica. Dicotomías y más dicotomías.

martes, 19 de mayo de 2009

Puerto Hurraco




LA NOCHE DE PUERTO HURRACO



--Antonio, ¿tú sabes qué coño es eso de la España profunda?

El sol frío de la mañana de diciembre espejeaba en los charcos del patio de la prisión. Los dos hermanos, Emilio y Antonio, andan pesadamente, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, ajenos al ir y venir nervioso de los grupos de presos que estiran los músculos y calientan sus cuerpos al sol de la mañana. Ellos no. Tranquilos, cachazudos, como si anduviesen aún tras las ovejas o subiesen a la sierra de Monterrubio a chuponar olivos. Visten arrugados pantalones de franela y unos gruesos jerseys de cuello vuelto que la Emilia les ha mandado del pueblo. Antonio se detiene, se desentume las puntas de los dedos con el vaho caliente y mira fijamente a su hermano.

--Emilio, hazme caso, no estés todo el santo día con ese cacharro pegado a la oreja, no esperes que nadie nos compadezca. Fíjate, sólo algunos han dicho que éramos buenas personas. Tampoco es mucho consuelo, pero algo es algo. Están asustados, no saben cómo hemos podido llegar tan lejos. Somos como dos perros apaleados. Sí, eso es lo que hemos sido siempre. Estamos solos, Emilio, no hay piedad para nosotros.

--¿Y qué querías, Antonio? Cuando nos detuvieron, vi muchos ojos inyectados de sangre, ojos que hubiesen querido vernos colgados de un olivo, ojos como los nuestros cuando penetramos por aquel callejón oscuro en la calle Mayor del pueblo. Tampoco hay mucha diferencia entre ellos y nosotros. ¿Por qué lo hicimos, Antonio?

--¡Y yo qué sé! El cabrón del Varrillo, el del bar, dijo que estábamos drogados, que nosotros no tenemos arrestos para eso. ¡Debajo de tierra debía de estar el Varrillo! No, déjalo que siga hablando, el maricón. Porque estamos aquí encerrados, por eso anda hablando. Pero no, debajo de tierra no, ya ha bajado bastante gente a la tierra en estos treinta años, demasiada gente en tan poco tiempo.

--Pero, ¿qué es la España profunda, Antonio? No me has contestado.

--¡Y yo qué leche sé! Eso lo dicen los del cacharro ese que siempre llevas pegado a la oreja. Ya me gustaría a mí verlos durante treinta años soportando el odio y el desprecio de todo un pueblo.

--No, de todo un pueblo no, tú sabes que hay gente en Puerto Hurraco que está de nuestra parte; bueno, estaban hasta aquella noche, ahora no sé qué pensarán de nosotros.

--Qué crees tú que van a pensar. Pues eso, que somos unas bestias salvajes. ¡Ya me hubiese gustado a mí verlos en nuestro pellejo! O como el hijoputa del Varrillo. ¡Claro que estábamos drogados! ¡Treinta años envenenándonos con su odio! Antes o después tenía que bullirnos la sangre.

--¡Qué mala hierba hemos pisado, hermano!

--Sí, ¡qué mala hierba!

Los dos hermanos Izquierdo, taciturnos, las manos siempre en los bolsillos del pantalón, van a protegerse del frío en una esquina del patio. Unas mugrientas gorras de visera les cubren las blancas pelambreras y les resguardan los ojos del duro sol de diciembre.

Emilio, acostumbrado a los largos silencios detrás de los rebaños, no puede soportar aquel rumor de pasos deslizándose por el patio de la prisión. No sabe él que necesita hablar, oír su voz, para sentirse vivo.

--Y los que violan niños, y los que ponen bombas, y los que asesinan a sus hijos, Antonio, ¿no son la España profunda?

--Leche, Emilio, la perra que has cogido con lo de la España profunda esa. Tú y tu maldito cacharro. ¡Claro que son la España profunda! Pero esos tíos de los papeles sólo se acuerdan de nosotros, de los cuatro desgraciados de esta puta tierra, en ocasiones como estas. ¡Malditos sean!

--¿Recuerdas, Antonio, cuando de pequeños escuchábamos asustados a los ciegos cantando de pueblo en pueblo el crimen de Don Benito? ¿Te acuerdas? También a nosotros nos cantarán los ciegos, ¿verdad?

--No, ya no hay ciegos bebedores cantando romances por las esquinas. Ahora los romances de crímenes y amores los cantan cuatro pelagatos que escriben en los papeles o hablan por ese aparato que siempre llevas colgado de la oreja. Dime una cosa, Emilio, --y Antonio cambió de conversación-- ¿tú estabas borracho aquella noche?

--¡Claro que estaba borracho!, y tú lo sabes. Sí, ya sé que el juez dijo que no estábamos ebrios. Yo no sé qué coño quiere decir eso, pero me lo imagino. ¡Que sabrá ese! Fueron muchas horas esa noche corriendo entre los olivos: cuando llegó la mañana, el vino lo tenía ya en los zancajos. Que si no --tú sabes que un gorrión en la copa de un eucalipto no se me escapaba--, que si no, no queda un alma viva, cagoenlaleche, en toda la aldea. Sí, el domingo por la mañana estuve jugando una partida de dominó en el bar del Lolo, después seguí tomando copas por el pueblo. Bastantes. Yo aguanto mucho, tú lo sabes. Pero el vino removió el veneno ese del que tú has hablado. Que actuamos premeditadamente ha dicho el de Castuera ¡Será gilipollas el tío! Sí, más de veinte años rumiándolo, pero no como él se piensa, ¿verdad, Antonio? ¡Es que esos mierdas no comprenden nada!

--Tú lo has dicho: no comprenden nada. Hace años un picapleitos llevó a la cárcel a un pobre viejo, creo que fue en Granada. En la cárcel los pocos años que le quedaban de vida; total por nada: un mal tiro a un zagal, un cabrón, que lo desvelaba todas las madrugadas con el ruido de la moto. Un día el picapleitos tiró por la ventana al vecino de arriba, un mangante que aporreaba la guitarra a todas horas mientras el hijo del abogado agonizaba.

--¡Anda allá, Antonio ¿Es verdad eso? Te lo has inventado. Tú te inventas muchas historias.

--No me creas, pero lo leí en los papeles. Es lo que yo me digo: que se metan en nuestro pellejo. Fue malo lo que hicimos, Emilio, muy malo. Bien que vamos a pagarlo, ¡vaya si vamos a pagarlo! Pero, a ver, que se pongan en nuestro lugar, que se metan en nuestro pellejo. Pero, ¡qué va! “Los Izquierdo son dos hienas, ¡a corgarlos!”. Eso es muy fácil de decirlo, pero más de dos tienen mucho que tapar, y mejor que se dejen de decir cosas.

De pronto los dos hermanos se quedaron silenciosos. No comprendían qué les estaba pasando. Años: años y años en silencio: recostados en el mostrador del bar delante de unas copas, sentados a la mesa de la casa, uno junto al otro cabalgando en las mulas largas jornadas..., y ahora, las palabras, las mismas que no tenían, queriendo salir a cada instante.

--La culpa la tuvieron nuestros padres-- dijo Antonio casi entre dientes.

--¿Nuestros padres? --preguntó el hermano, huraño--. ¡Qué tienen que ver nuestros padres con todo esto? Deja en paz a nuestros padres. ¡Tú estás loco!

--Sí, estoy loco, y tú también, y la Luciana y la Angelita. Ahí están las dos en el manicomio. ¡Claro que estamos locos! También lo estuvo Jerónimo, ¿no te acuerdas? Murió en el manicomio. No debieron casarse nunca nuestros padres; eran primos hermanos, y los hijos de primos hermanos dicen que salen locos, o tontos, o subnormalees. Lo leí en un papel: cosas de la sangre. Fíjate en la aldea cuántos tontos hay.

--Quizá tengas razón. Tú sabes más de esas cosas, siempre fuiste el más despierto y el más leído de todos los hermanos. Pero no estamos locos; los de Puerto Hurraco que nos envenenaron la sangre, tú lo has dicho.

--Sí, nos hicieron mala sangre, es cierto que lo he dicho. Treinta años recomiéndonos por dentro son muchos años. Pero no era para tanto. Yo no fui capaz de disparar, tú lo sabes, y eso que llevaba la Pionner bien cargada de postas.

--Otra cosa --Y Emilio cambió de tema--. Tú estuviste enamorado de la mujer de uno de los Serradillas cuando eras mozo, ¿verdad, Antonio?

--¿A qué viene eso ahora? No conviene remover los posos asentados, que después fíjate tú lo que pasa. Sí, era una buena moza, de lo mejorcito de la aldea, tú la conoces. Íbamos al salón del Bigote o al del Piyayo y bailábamos con una pianola; bueno, bailaban. Maldito caso el que a mí me hacían. Se reían en mi cara: que tenía mucho dinero, pero que era más feo que picio. La pobre madre cuánto sufrió con esto. El Serradillas, que ya la pretendía, aunque no estaban aún ennoviados, me siguió una noche hasta las afueras del pueblo y me puso una navaja en la barriga: que si no dejaba en paz a la María era hombre muerto. La dejé en paz hasta unos meses antes de la boda. Un día la aguardé en las porquerizas de su padre, le dije que la había querido siempre y que la seguía queriendo. Eso es lo que me parece a mí que le dije, aunque ahora no estoy muy seguro, porque en aquella época tampoco tenía yo muchas palabras para decir esas cosas que me parecen un poco finas. Lo cierto es que la María se rió en mi cara, se reía como una loca. Entre el fango de los cochinos la deshonré como una bestia, más por despecho que por deseos: ya mi sangre estaba demasiado requemada. Nadie se enteró en la aldea; bueno, eso es lo que yo he creído siempre. Tuvieron un hijo antes de tiempo. No, el Serradillas no se escamó. ¡Cualquiera sabe quién fue el primero que puso la era! Siempre tuve mis dudas de si el crío era un Serradillas o un Izquierdo; la María sí debía de saberlo, para una mujer no resultan tan difíciles esas cosas. Por eso, Emilio, no quise disparar: no estoy muy seguro de que la sangre de los Izquierdo no esté mezclada con la de los Serradillas por algún lado.

A Emilio, un poco alelado con la confesión del hermano, se le caía el moquillo, que se limpió en la manga del jerseys que le había mandado la Emilia.

--¿Por qué no dijiste nunca nada, Antonio?

--Bastante difíciles estaban ya las cosas para echar más leña al fuego.

--¡Siempre las hembras de los Serradillas! Bueno, las hembras y los hombre. Tú eras aún un crío, no tendrías más de ocho años. Fue al día siguiente de la fiesta de san Sebastián. Nicasio Serradillas llegó terciado sobre un mulo, desangrándose, a la puerta de su casa. Venía muriéndose a chorros. Jerónimo --¡pobre Jerónimo!-- lo había rematado de una certera puñalada. La gente dijo que Nicasio había cogido unos metros de tierra de nuestras hazas. Yo no le di crédito a esos rumores, aunque no era extraño: siempre tuvimos problemas por las lindes. Jerónimo también hablaba poco y, lo mismo que tú, tampoco dijo nada. La pobre de la Luciana --¿qué será de ellas?-- que se había enamorado como una tonta del Nicasio. “Luciana, ese hombre no te conviene, que se va a reír de ti”, le repetían los padres; y ella, ciega. La noche de san Sebastián, en el salón del Bigote, Nicasio bailó con la Luciana, la engatusó: que iban a casarse, que juntando los pegujales de ambos harían un buen capitalito, que cualquier día hablaba con sus padres para pedir su mano... Que hacía mucho calor en el salón del Bigote, que por qué no daban un paseo hasta la carretera... Y la Luciana que no, que hasta que no fuese novios formales, nada de nada. “Eres, además de fea, tonta”, le dijo el Serradillas; “más fea que picio. Vestir santos, eso es lo que te queda, Luciana. Con todas tus tierras y todas tus ovejas no habrá un hombre en cien leguas a la redonda que quiera pasar contigo la noche de bodas”. Luciana lloró toda la noche; toda la noche y muchas noches más. Al día siguiente fue cuando Nicasio llegó terciado en el mulo, desangrándose. ¡Pobre Jerónimo! Media vida en presidio y un infarto en el manicomio. Yo no me lo creí, para mí que fue uno de los Serradillas.

Sonó una sirena llamando a recuento. Los hermanos Izquierdo, taciturnos y parsimoniosos, se incorporaron a la fila. Uno de los reclusos, el Tato de Benquerencia, le clavó un hierro afilado en los costillares a Emilio, que cayó al suelo como un fardo. Cosas que pasan en estos sitios cuando menos te lo esperas. Antes de desmayarse tuvo tiempo para mirarle a los ojos: “Aún me queda una bala en la recámara de la Franchine, te está esperando”, sin saber lo que decía.

Los hermanos Izquierdo pasaron meses en la enfermería, alejados de los reclusos, esperando que se calmasen las aguas. Cada día más huraños y silenciosos. Pensaban en sus cosas: la paz de los campos, el caminar cansino detrás de los rebaños, las cacerías en los cotos de Benquerencia, Monterrubio, Castuera... Pero siempre, por dentro, los recuerdos requemando en la boca del estómago: las noches sin dormir, el levantarse al primer canto del gallo, las escapadas furtivas a Puerto Hurraco...

--Emilio --a eso de la media noche.

--¿Qué quieres?

--¿Por qué dos niñas, por qué, qué te habían hecho? Eres un hijo puta, Emilio, aunque seas mi hermano, eso es lo que eres. Esas caritas pálidas entre la blanca mortaja no se me borran de los sueños.

--No sé, Antonio, también para mí son una pesadilla. Tú lo dijiste: “Vamos a matar al pueblo entero”. Y esas dos niñas eran los retoños de los Serradillas, esa mala hierba que había que arrancar de cuajo. Pero te juro, Antonio, que no las vi, tenía como una nube en los ojos, llenos de sangre, eso, así es como los tenía.

--Tienes razón, Emilio. Tenía que pasar, estaba escrito. Más de treinta años acumulando rencor son muchos años, la sangre termina envenenándose. Y muchas muertes sin vengar. ¡Pobre Jerónimo! Él sí que sabía hacer las cosas bien; y tenía redaños. La navaja siempre derecha al corazón. Sí, yo era un niño, tú lo has dicho, pero aún estoy viendo el cuerpo de Nicasio desangrándose sobre el mulo a la puerta de los Serradillas. Cuando lo del otro de los Serradillas, lo del Felipe, ya le temblaba el pulso; fueron muchos años en la cárcel: una pena. Si le hubiese acertado en el centro, lo mismo las niñas estarían aún vivas y nosotros a la caza de la tórtola. ¿Que murió de un infarto en el manicomio? ¡Están buenos también esos! El hombre más templao de La Serena muriendo de un infarto. De nada nos sirvió que lo descuartizasen para hacerle la autopsia. Dicen que aquella noche Felipe Serradillas, borracho, invitó por los bares para festejar la muerte de un “Pata pelá”. Es verdad, según dijeron, que nadie quiso beber con él. Lo mismo fue todo un bulo para hacernos mala sangre; seguro, un mal bulo. Pero tenía que haberle sacado el corazón cuando me lo contaron: doce cuchillos como doce soles brillaban entre las alfajías de la casa, pero no sirvieron para nada. Bastante teníamos ya con llorar la muerte del hermano. Tú, Emilio, tampoco acertaste. Con un solo disparo el cuerpo de Felipe Serradillas hubiese reventado como un cerdo. Ya sé que no veías, que estabas como ciego, lo has dicho. Pero no acertaste.

--¡Qué querías! Ver las tripas del Serradillas colgando de los árboles; es eso, ¿no? Ya estaba vengada la muerte de Jerónimo, de acuerdo. Pero, ¿y madre? ¿No te acuerdas ya de madre? Tú a todas horas barrenándome: que habían sido los Serradillas, que no había dudas, que habían sido ellos. Y la Luciana lo mismo: que todo el pueblo, que la dejaron quemarse, que había sido el pueblo entero, que ni un cubo de agua, ¡pobre madre!, como un cochino en la matanza. Y la guardia civil que no había hecho nada, cuatro gatos en el pueblo y no saber quiénes eran los culpables, que no había justicia. Así un día y otro, muchos años --Y Emilio daba vueltas en el camastro, y se incorporaba, y daba grandes zancadas por el pequeño cuarto, y volvía a echarse en la cama.

Antonio humedeció una toalla y la colocó sobre la frente enfebrecida del hermano, después le apretó una mano entre las suyas y comenzó a hablarle suavemente. “Emilio, tranquilo, yo estoy aquí contigo, estaremos juntos pase lo que pase. A lo hecho, pecho. Somos dos hombres, ¿no? Pues a portarse como hombres”. “Como madre cuando era chico”, pensó Emilio. Y se quedó dormido con un sueño lleno de pesadillas. Estaba ya cercana la hora del alba.

Donde no acababa de aclarar era en la mente de los Izquiero. El entrecejo fruncido, la mirada torva, las facciones duras, impenetrables, el cabello hirsuto y enmarañado.Triste estampa de dos hombres a punto de cruzar el umbral de la locura con la cabeza poblada de fantasmas: Nicasio agonizando sobre una mula, Jerónimo con la navaja en la mano, la madre calcinada en una cama enorme, Luciana y Angelita, simpre de luto, como dos sombras o dos fantasmas vagando por la casa, al fondo una calle larga, muy larga, llena de sangre y cuerpos destrozados. Era un mundo abigarrado de personajes que iban y venían, se cruzaban y se confundían, un mundo de sombras y de voces indescifrables. Ese sí que era el mundo de la España profunda que a Emilio tanto le preocupaba. “Fríos, calculadores, vengativos, violentos”, habían dicho los médicos. Bueno, allá ellos, como si fuese tan fácil cruzar el umbral de ese mundo de sombras que los Izquierdo tenían en la cabeza.

--Antonio, ¿por qué dijimos que íbamos a cazar tórtolas? --le preguntó Emilio a su hermano, un día, viendo pasar una bandada de palomas por el cielo de la cárcel.

--Tú lo dijiste, que nunca se sabía contigo cuando estabas de broma o de mala leche. Porque eres mi hermano, Emilio, y la sangre está por encima de todo, pero tienes muy mala leche, ya lo sabes. Eres como la Luciana, los dos salisteis a padre. Y vestirnos con el traje verde de caza, ¿de quién fue la idea? Anda, dilo. Si es que han pasado tres meses y se me revuelve el estómago de pensarlo. Además de asesinos, unos chulos de mierda.

--No me hables así, Antonio. Tú no sabes lo que es la honra. Es la sangre pidiendo venganza. Son los muertos que te gritan por las noches pidiendo la sangre de sus asesinos. Oí contar a nuestro padre que el espíritu de los muertos no reposa hasta que no han sido vengados. Madre y Jerónimo ya pueden estar en paz.

--Y las dos niñas, Emilio, ¿qué tenían que ver con eso? ¿También tenían ya la sangre envenenada? Eran dos niñas, Emilio.

--Te lo he dicho mil veces: que no las vi, Antonio, te lo juro, que estaba ciego. No me vas a creer, pero llegó un momento en que me pareció estar cazando conejos entre los matorrales.

--Estamos locos, completamente locos. Ya te lo he dicho, lo traemos en la sangre, maldita la hora en que los padres se casaron.

--No estamos locos. Es sólo la venganza. Unos días antes llevé a las hermanas hasta el Puerto. La Luciana me hizo parar el coche un instante delante de nuestra casa. Desde la puerta entreabierta se veía la gran cama de caoba donde vinimos al mundo los seis hermanos. Requemada, lo mismo que los trajes negros de la madre en el ropero. Todo igual que hace cinco años. ¡Y decir que no pudieron salvarla!

--¡Cinco años ya! --dijo Antonio, como despertando de un sueño--. Recién cumplidos; fue en el mes de los difuntos. No quiso venirse a Monterrubio con nosotros: que allí había vivido y allí había de morir, que sólo la sacarían de su casa con los pies por delante. Como un pajarito, quemada en su gran lecho de caoba. Tienes razón, Emilio, ahora madre ya puede estar en paz. Aunque nosotros tengamos que vivir en un infierno. Es la sangre, tú lo has dicho. Ya hemos vengao la sangre de nuestra madre. Cinco años hemos estado sufriendo, ahora que sufran ellos.

--Fue la Luciana la que lo dispuso: que nadie toque nada, que esa cama quemada y esas ropas colgando de las perchas bajo el sol y bajo la lluvia atormenten día y noche a los asesinos. Así lo dijo.

--Ahora ya pueden echar la casa abajo --dijo Antonio--. Todo se ha terminado.

--Tú lo has dicho, se ha terminado. Al volver de la aldea --continuó Emilio--, la Luciana venga a llorar: que casi cinco años de la madre muerta y los asesinos sueltos por el pueblo, que no había justicia, que iría donde hiciese falta si aquello no lo arreglaba alguien antes; que qué pena que no viviese Jerónimo, que ese sí que sabía cómo arreglar las cosas. Y me caldeó la cabeza. Me recomía por dentro y la sangre se me iba pudriendo. “Ya está bien de llorar, esto lo arreglo yo”, le dije nada más llegar a casa. Y una nube me cubrió la cabeza y me cegó los ojos. Sólo aquella madrugada, huyendo por entre los olivares, me desperté del sueño. Porque yo creo, Antonio, que esto ha sido un sueño, sólo un mal sueño.

--Sí, tienes razón, un mal sueño.

--Pues ya está todo dicho.

--Sí, ya hemos hablado bastante.

Los hermanos Izquierdo volvieron a los largos silencios de otros tiempos. Sólo palabras sueltas. “Va a llover”, “no creo”, “ha escrito la Luciana”, “bueno”... Cuidaban de la granja de la cárcel y jugaban al tute con otros presos. “Tampoco es tan malo esto, tú”. “Tienes razón, Emilio, tampoco es tan malo”.

Sólo la cercanía del juicio puso inquietos a los hermanos, igual que las ovejas cuando barruntan la tormenta.

--Emilio, llevamos años sin hablar --dijo Antonio una tarde cuando salían de la granja.

--Ni falta que hace.

--Sí que hace falta, me siento mejor hablando. ¿Sabes lo que me ronda la cabeza hace tiempo? Que esta historia nuestra la hemos inventado nosotros; tu lo dijiste: un mal sueño. Los Serradillas no existen, jamás hubo Serradillas en Puerto Hurraco; Jerónimo nunca estuvo en la cárcel, murió en el manicomio, porque un poco ido sí qu estaba, por lo de los primos hermanos. Lo mío con María, un farol: las mujeres sólo dan quebraderos de cabeza, así que cuando necesitaba algo, a Castuera o a Don Benito, después, si te vi no me acuerdo. Luciana y Angelita, dos chifladas; de luto en luto desde chicas, con el traje negro y el pañuelo a la cabeza. Cuando se quitaron los pañuelos se tiñeron el pelo y se hicieron la permanente; Luciana una beata, con su medalla siempre con un imperdible en el pecho y sus misas de alba. Después les dio por la política: que querían una paga del gobierno, eso es todo. Madre murió de un infarto, estaba cantado: aquellos platos de huevos fritos con chorizo no había cuerpo que los aguantase a sus años. Tú y yo... dos bestias. Cazadores furtivos que confundimos al guarda de una finca con un puerco salvaje. Por eso estamos aqui, por poco tiempo ya, que tampoco fue nuestra la culpa. Eso es lo que somos, Emilio, dos cazadores furtivos. ¿Qué dices, hombre?

--Pues eso.



Antonio y Emilio Izquierdo entraron en la sala del juicio serenos y tranquilos. Con trajes domingueros y camisas abotonadas hasta el cuello, parecían más jóvenes que cuando andaban por los campos de Puerto Hurraco. Escucharon impasibles los cargos, mirando con ojos inexpresivos y ausentes, como si no fuese con ellos. Casi dos mil años de cárcel entre los dos fue la condena. Dicen que Emilio, cuando oyó la sentencia, esbozó una leve sonrisa, una sonrisa cazurra y maliciosa. Antonio, ya de vuelta a la cárcel, agarró con fuerza el brazo del hermano.

--Emilio, ¿por qué las dos niñas? Es como si hubiésemos matado a los hijos que no tuvimos. Eso es. Ni un mal retoño de los Izquierdo sobre la tierra. La Angelita y la Luciana, resecas por dentro y por fuera, como una mala tierra. Tú y yo, como dos cochinos castraos...¡Maldita sea!

--No digas tonterías, tú eres sólo un cazador furtivo -le cortó en seco el hermano.

--Sí, eso, un cazador furtivo --Y una sonrisa boba iluminó su rostro.

Antonio estaba atravesando ya la puerta de un mundo lejano y profundo poblado de fantasmas, un mundo del que no era posible el retorno.

Verano del 96.

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